martes, 21 de junio de 2011

009


Todos nuestros amigos han muerto solos,
todos son murciélagos muertos esparcidos por el suelo,
y ese pájaro ciego que quiere entrar en mi habitación no intuye los cadáveres, las serpientes.
Tú procuras no pisarlos al caminar,
pero resbalan por tu rostro como el final de esa canción,
haciendo que se te corra el maquillaje por la cara;
yo me corro en tu espalda.
Tus ojos anticipan un futuro incierto y tenebroso,
son como ángeles arrancándose las alas, como si ya no me reconocieran;
y siento tu respiración entrecortada y jadeante,
siento tu piel y tu carne:
tu sexo es mi rincón favorito,
en él desgarro con mi lengua todas las células de tu cuerpo,
y la boca me sabe a plata, a miel, a derrota.
El roce entre tus rodillas, y tus medias caídas de una manera sexual y atroz,
y yo voy , voy y vuelvo,
rosas y pólvora y tu espalda contra la pared,
separo mis labios ensangrentados, como los tuyos, para que puedas gritar, y reír, y gemir:
todas las náuseas del alcohol y las drogas,
todas las vidas que hemos dejado atrás.
Somos dos luciérnagas suicidas en busca de la luz,
dos perros lamiendo nuestras heridas,
dos lobos en bendito celo:
Dios se masturba observándonos.
Casi no reparo en el sudor y la ceniza que cubren nuestra cama, nuestros cuerpos,
y me he acostumbrado a este cielo inusualmente estrellado:
toda tu alma se estremece enfebrecida,
el disparo en la nuca de la musa,
el torrente último y liberador, el calor húmedo que escapa de tus tripas.
No es el final que esperábamos,
es el fin del mundo tal y como lo conocemos:
el principio, tan sólo es el final.

                    Para Anabel.
                    Tan sólo para ella, la única que tiene un poema.
                    No es un regalo, es una ofrenda.
                    Nadie había logrado pedir un poema y conseguirlo.
                    Nadie lo volverá a conseguir.
                    Ese es el verdadero regalo.

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