El poeta fue un asesino en serie, y escribía cartas de amor. Nunca se atrevió a usar el cuchillo, la navaja; recorría las venas de los brazos con su filo, hasta que sentía miedo, y lloraba. El poeta mataba arrojando sus víctimas al olvido, deshaciéndose de ellas, de sus cadáveres, de sus sonrisas.
Nunca quiso vivir en las alturas, por miedo al vacío, por miedo a los paseos al borde del abismo, al viento en su abrigo y a esa voz que le dice cada día: hazlo, hazlo, hazlo. Una y otra vez. Hazlo. Primero un tercero, ahora un quinto. El poeta había arrojado al mar diez mil muertos, diez mil palabras, dos o tres versos.
Había matado el azul cielo, después de que se le escapara dos veces, y ahora estaba solo, cabizbajo, perdido en el negro. Él mismo era ya un recuerdo.
El poeta fue un asesino en serie, había llorado sus pérdidas, conservaba los lápices y los papeles, fotografías, direcciones, museos. Cada nombre era un nombre y un camino, y todos eran dignos de ser transitados, en algún momento.
El poeta dormía, en sueños, y de día afilaba una y otra vez los cuchillos, sabiendo que jamás tendría valor para usarlos. El poeta ya no escribía sus muertos, se dedicaba a llorarlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario